El calor era sofocante en la sala de espera. Como en cada una de las visitas anteriores, se sintió mareada y las náuseas le dieron los buenos días por enésima vez. No estaba nerviosa. Sabía que por fin la suerte había elegido ser su copiloto y terminarían el trayecto juntas. Cuando la enfermera dijo su nombre, entró en la consulta como quien acude a casa de los reyes magos, dispuesta a recibir el regalo más deseado.
No oigo nada, no hay latido, le dijo el médico, sin percatarse de que le estaba abriendo un agujero en las entrañas. Otro más.
Comenzó a explicarle en qué consistía un legrado; pero ahora era ella la que no escuchaba nada.
Acampada
No era el mar, ni dormir hasta agotar el sueño, ni siquiera poder olvidar la dictadura de los horarios. Lo mejor de las vacaciones era vivir en el camping.
A tan solo dos parcelas de la suya, conoció con ocho años a la futura madrina de su hija. La noche que cumplió los quince, un beso de Alberto inauguró su vida en común. Su existencia, tan luminosa y gris como pueden parecernos todas, encontró allí un refugio perfecto en los veranos.
Tras años sin viajar, hoy ha dormido con sus hijos en una tienda de campaña y recuerda aquel camping. Quizá para olvidar este en el que nunca imaginó estar, porque pensaba que la guerra sucedía siempre en otra parte.
Putos tiradores
¿Dónde coño estarán? Entre tanta historia no sé cómo encuentra la gente algo. Jardinería, fontanería… Otro como mi padre, paseando encantado entre tornillos. ¿Qué atractivo tienen? Por fin, putos tiradores. Por favor, que estén los que ella quiere. ¡Bien! Todas las vacaciones pringados con el puñetero mueble. Ya que nos hemos puesto, total… Seis puertas. 36 euros. Se acabó el mueble. Por fin.
Al llegar a casa guarda los tiradores en un cajón. Junto al reloj de Elena, que sigue marcando las cinco y diez bajo el cristal destrozado. Mira los libros y las fotos que viven en el suelo desde que le avisaron del accidente y se promete dejar el mueble así. Vacío. Igual que él.
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