lunes, 27 de abril de 2020



No podría decir cuánto tiempo llevaba mirando las migas de su camisa. Absorta. Como tonta, no. Tonta entera, le decía su madre. Alelada y mancha al canto. Le pasaba desde cría. Quedarse en la nada, sin saber por qué, con la mente en blanco y ensuciarse mientras comía. Con 45 seguía igual. Con menos frecuencia, pero el mismo hábito. Volvió en sí y se sacudió el pecho. Las migas acompañaron a las del suelo, esas sí, cumpliendo su misión, alimentar a las palomas.
Una mañana más, tras el enésimo “ya le llamaremos”, había terminado en el parque. Con ese traje de ejecutiva que llevaba ya años siendo tan solo un disfraz. El uniforme que encadenaba un fracaso con otro. Y que intentaba calmar dando de comer a las palomas. Como cuando era niña, sintiéndose, por un momento, útil. Válida para algo. Y en paz.
Aunque esa mañana no le funciona. Nada le sirve. A nadie le sirve. Y se pregunta si su vida sirve de algo.

En un banco alejado, una anciana se mancha el abrigo. Pero no se da cuenta. Le gustaría caminar hacia la mujer y hablarle, decirle que todo irá bien. Pero no se levanta. Sabe que hay esfuerzos que no sirven de nada. La anciana que la mujer terminará siendo sigue yendo al mismo parque, Y mira, absorta. Como mirando a la nada.

El de mi hermana:

Allí estaba, un día más, con su mejor traje de chaqueta, dando de comer a las palomas. ¿Será hoy? Se preguntó. Y sí, fue.

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